martes, 26 de enero de 2010

Hazle caso a mamá

Aquella era una mañana normal, como todas, una fría mañana de invierno. Salí de casa con mi bicicleta para ir al instituto. No sabía lo que me esperaba. Estaba subiendo aquella interminable cuesta cuando una furgoneta blanca se paró a mi lado. Un hombre de barba negra y espesa bajó la ventanilla tintada de aquel extraño vehículo y me preguntó:

- Hola, buenos días. ¿Podrías decirme cómo se va al mirador de este monte?

- Buenos días, pues va bien por este camino, sube todo recto por esta cuesta y al primer cruce que encuentre, gira a la derecha.

- Muchas gracias, ¿a dónde vas tú?

- Yo voy al instituto, por desgracia.

- ¿Y no hay autobús? Esta cuesta parece un poco difícil de subir.

- Si que hay, lo que pasa es que mi madre no lo quiere pagar ya que dice que puedo subir en bicicleta perfectamente y es un gasto innecesario, además de malo para el medio ambiente.

- Pues lo siento por ti, no me quiero imaginar lo cansada que llegas al instituto todos los días. A todo esto, ¿cómo te llamas?

- Me llamo Carlota, y si, llego muy cansada al instituto.

- Bueno Carlota, ¿quieres que te acerque hasta el instituto? No me cuesta nada, a parte, tú me has indicado el camino, es lo menos que puedo hacer por ti.

- No se, mi madre dice que no debo subir en coches de desconocidos.

- ¿Y le vas a hacer caso a tu madre? ¡Si es la mujer que no te deja venir en autobús y te permite subir esta cuesta con el frío que hace! Además, ya no somos desconocidos, yo se tu nombre y hemos mantenido una charla de diez minutos, ¿te parece suficiente?

- Si... Bueno, vale, llévame al instituto, espero que no se entere mi madre...

- Tranquila, no se enterará.

Entonces subí a la furgoneta algo indecisa. De repente, se me dio por preguntar:

-Y tú, ¿cómo te llamas?

Esa fue la peor pregunta que se me pudo ocurrir. Cuando la pronuncié, el hombre que llevaba la furgoneta dijo: "preguntas demasiado", y alguien me golpeó con un bate en la cabeza, dejándome inconsciente.

Me desperté en una sala pintada de color crema, con las manos atadas. Estaba asustada. No sabía lo que pasaba. ¿Es qué aquel hombre tan simpático que se ofreciera a llevarme al instituto en su furgoneta me había raptado? ¿Qué me iba a hacer? Lo que si tenía claro es que el hombre de la barba espesa no estaba solo, había alguien más. Esa persona que me golpeó con el bate dejándome inconsciente estaba en la parte posterior del coche, ¿quién sería? De todas formas, ese era el menor de mis problemas, tenía que pensar cómo salir de allí y rápido. Justo cuando intenté levantarme, oí un ruido detrás de la puerta de madera desgastada. Una voz grave. La voz del hombre que me había raptado. Me arrinconé en el lugar más oscuro que encontré en ese espantoso lugar, una mesa destartalada. El picaporte se movió muy lentamente hacia la derecha. Dos hombres con bolsas en la cabeza entraron en el antro.

Quería morirme, desaparecer de esa terrible habitación y volver a mi casa, con mi madre y mi padre, sana y a salvo, sin que esos hombres me hicieran nada. Las ganas de llorar me pudieron y un llanto les permitió mostrar el sitio exacto donde yo me encontraba.

Uno de los dos hombres habló:

-Carlota, ven aquí.

-¿Qué me vais a hacer?

-Si te portas bien, no te haremos nada.

-¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí?

-Carlota, ven aquí.

No sabía si hacerle caso o negarme rotundamente. La segunda idea, así como me pasó por la cabeza, desapareció al pensar en todo lo que me podrían hacer si no hacía caso. Aún dudosa, me levanté de debajo de la mesa y me dirigí, con paso lento y temeroso, hacia aquellos hombres.

Estábamos a tan solo un metro de distancia cuando el portavoz (eso parecía, porque era el único que hablaba), dijo:

-Muy bien Carlota, así me gusta, que obedezcas.

-No se lo que me vais a hacer, pero sé que será algo malo, así que será mejor que me hagáis algo malo a algo peor.

-Chica lista, creo que esta vez he acertado.

-¿Acertado en qué? Por favor, no me hagáis nada malo, yo no merezco esto.

Un silencio sepulcral recorrió la sala. Me tomé eso como si fuera mi fin, algo malo ocurriría, pero no podía saber qué o cuándo sería, pero si sabía que iba a pasar. Al pensar en todo esto, fue imposible que no me cayeran las lágrimas.

Los hombres empezaron a cuchichear. Estaba lo suficientemente cerca como para sentir miedo, pero demasiado lejos para poder escucharlos.

Aquellos dos engendros malolientes empezaron a rotar por la sala como si yo fuera el Sol y ellos los planetas en pleno movimiento de translación.

Otra vez, el portavoz intervino:

-Te veo asustada.

Estuve a punto de soltarle alguna ironía de las mías, pero tenía miedo a enfadarlo y que me matase allí mismo, por lo que únicamente dije:

-Si...

-Haces bien.

-¿Eso significa que me vais a matar?
-No, por ahora. Mis condiciones hay que respetarlas, si las respetas nos llevaremos bien, si no, te puedes despedir de tu vida o simplemente de volver a ver la luz del Sol.

-¿Y cuáles son tus condiciones?

-Debes obedecerme, hacer lo que yo te diga, portarte bien y nada de ironías, no me gustan nada.

En ese momento me alegré muchísimo de haber retenido mis impulsos verbales. Añadí:

-¿Entonces, si respeto tus condiciones no me matarás?

-He dicho que no, por ahora no.

Durante el tiempo que estuve viviendo con mis secuestradores, rectifico, sobreviviendo, ya que apenas me daban ni comida ni agua, me hicieron cosas horribles. La principal era que me tocaban, y si me intentaba resistir, me pegaban hasta dejarme en el suelo con una hemorragia nasal o alguna que otra costilla rota. Me raparon el pelo para no coger piojos. Me sentía como los judíos en la época nazi.

Lo único que deseaba era morir, morir rápidamente, evitando cualquier dolor que esos desalmados me pudieran causar a mayores.

Un día encontré un cuchillo oxidado. Pensé en utilizarlo para acabar con mis días de oscuridad, pero el plan se vio abortado cuando el secuestrador callado entró para darme mi almuerzo.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí encerrada. Dos semanas, dos meses... no lo sé. Lo que si sabía era que no había mantenido ninguna relación con el mundo exterior en ese tiempo y que mi habitación, si así podía llamarse, empezaba a oler mal ya que no había baño y tenía que hacer mis necesidades en una esquina.

Un día se me ocurrió preguntarle al secuestrador callado que por qué no me quitaban eso de allí. Fue la segunda y la última vez que lo escuché hablar. -¿Qué te crees que es esto? ¿Una cuadra y yo tu mozo? Venga ya, mocosa. Si no te gusta cómo huele te aguantas y si quieres que el olor cese, aguántate tus ganas de echar las heces fuera.

En realidad, el callado era el más borde. Supongo que por eso mantenía la boca cerrada.

Un día, los sentí murmurar cerca de mi puerta. Coloqué la oreja en la puerta para escucharlos mejor.

-Voy a salir al súper.

-Vale, pero ten cuidado. Lleva el carnet falso, que el tema de la niña secuestrada está muy movidito. Tendríamos que haber escogido a unos padres que tuvieran menos vida social.

-Ya te digo. Oye, ¿tienes tú el carnet?

-No, ¿por qué?

-Porque no lo encuentro.

-Estará en el coche.

-Pues ven conmigo a buscarlo, que yo no entiendo cómo se abre esa furgoneta.

-Voy y vuelvo rápido, que la mocosa ésta tendrá que despertarse dentro de poco.

-Vale.

Supe que ese sería mi momento de escapar. Abrí la puerta de mi habitación. Por primera vez vi esa "casa".

Estaba patas arriba: bolsas de patatas fritas por el suelo, el sofá deshecho, la loza en el fregadero sucia... en resumen, una pocilga.

Busqué la puerta principal. Era una puerta de cristal, cubierta por la parte de dentro con una persiana de madera barata. Miré por los agujeros de la persiana y pude distinguir a dos hombres discutiendo a lo lejos. Fui a la cocina para coger un botellín de agua por si acaso. Salí de aquella terrorífica casa, corriendo como jamás lo había hecho.

Paré de correr en un bar de carretera, a unos 100 metros de la casa. Tomé un trago de agua y entré en el sórdido bar.

En cuanto la camarera, con un espantoso lunar lleno de pelos en la mejilla me vio, giró la cara hacia el corcho repleto de anuncios que había al fondo del bar, al lado de los servicios. Seguí su mirada, que terminaba en una hoja de papel amarillenta, con la foto de una niña y el título de "DESAPARECIDA". Esa niña, con un pelo tan bonito y una cara angelical era yo.

La camarera me dio un vaso de leche caliente y me preguntó si me llamaba Carlota. Asentí. Se dirigió hacia el teléfono que había justo al lado del corcho y marcó el número de mi madre.

Yo, Carlota, cinco años después de mi secuestro, sigo recibiendo sesiones psicológicas de tres horas diarias para ayudarme a superar el gran trauma que me supuso aquella experiencia.

4 comentarios:

tomas ocaña dijo...

Y sino que pasa,parece divertido

Alexandra dijo...

Está muy bien,pero,¿por qué hicistes una historia tan...trágica?
Lo digo porque lo de la habitación esa y...
Bueno, aún así, me gustó mucho.

David Otero dijo...

Pues la historia bieen

Lucía Vieitez Portas dijo...

¡Me encanta! es muy interesante. Eres una gran escritora.